domingo, 11 de diciembre de 2011

El hombre que vivía en presente// Vanesa Guerra>> Tiempo Argentino> Suplemento de Cultura/11-12-11

El hombre que vivía en presente
                                                                                                                             Vanesa Guerra


 
Robert Walser quería dejar la vida “lo menos vivida posible”, intacta. Prefería ser “el claro de luna y el murmullo de la fuente, la lluvia y el calor de las calles”… Por eso devino un extasiado, un ser en estado de amor encendido, casi un místico. Cuando escribía, digámoslo así: levitaba. Dejar intacta la vida, para ese que dice “mi enfermedad es un exceso de amor… las fuerzas amorosas que tengo en reserva son de un poderío pavoroso… cada vez que salgo a la calle empiezo a amar algo o a alguien”, lo llevó un par de veces al hospicio. La primera vez en 1929 buscó asilo en el sanatorio de enfermedades nerviosas de Waldau. Frente a la puerta, pregunta a su hermana Liza: “¿Estamos haciendo verdaderamente lo que corresponde?” La segunda vez, entonces contra su voluntad, fue trasladado al psiquiátrico de Herisau, en donde permaneció internado (y sin escribir) 23 años hasta el día de su muerte, ocurrida en 1956.
Walser daba un paseo. La nieve recibió sus pasos firmes y profundos. Era Navidad, tenía 78 años, 15 obras publicadas y un enorme y desconocido legado, escrito a lápiz, en papeles dispersos de formato diminuto, con una letra tan pero tan pequeña, que llevó 17 años descifrarla (sin contar los años que se tardó en descubrir que allí había letra y no garabatos sueltos de un hombre loco).
Dicen que andaba diciendo: “Hay que callar, es bueno callar, uno también calla un poco.”
Antes de Herisau, antes de zambullirse en el silencio total, antes de trocar para siempre su escritura por el arte del paseo, Walser se había vuelto microgramático, consecuencia de una crisis con su herramienta diaria, la pluma. La mano se le desgarraba, era una mano inútil, pero más inútil le era esa pluma, rígida, inmóvil, que acalambraba los párrafos y le impedía sus guirnaldas lingüísticas. Era imposible y doloroso seguirle el ritmo febril a esa cabeza. Las voces imponían sus gritos y atropellos durante la madrugada; luego la vivencia atroz ganaba la escena y transformaba el día en desamparo y desborde de amor. Entonces él y su escritura estallaban en un arrebato, un éxtasis, un fuera de sí: ese es el hombre solo, “el hombre solo más solitario”, el que camina ligero, a la intemperie de su cuerpo, camina como piensa, piensa como escribe, escribe como camina y a diario se entrega a trayectos insólitos mentales y físicos. En un par de horas Ginebra-Berna. Lo hace a pie. Cierto modo de la velocidad no permite huella: se va en el aire; no admite marca: va sin cuerpo. Ese vértigo es una verdadera virgen, una madona colosal, una vida inmaculada. Y así su obra: la prosa se desvanece al ser leída, los personajes y la historia tienen la virtud de evaporarse, nunca se sabe con certeza qué, cuándo y dónde se está leyendo.
La crisis con la pluma se desató alrededor de 1924 y lo obligó al “sistema del lápiz” –método al que también llamó “lapizura”–, que le permitió manejar un tiempo y un espacio diferente, retozón, algo que lo frenaba ante esa caída abisal de loca felicidad sin destinatario. De modo que su letra comenzó un camino de ida, fue miniaturizándose para buscar anclaje: Walser reescribe lo escrito, copia sus borradores. Copia y recopia como si fuera un modo de ejercer memoria (porque Walser anda por la vida como sin historia, todo se le deshace en el camino. Es un extasiado, un hombre tomado por el puro presente, un ser que habita el instante). Entonces ejerce esa forma precaria de la memoria, de la construcción de una memoria, y lo hace en soportes de papel minúsculos, como para capturarla mejor: escribe sobre facturas de otros y en sobres usados o trozos de revistas viejas, en jirones de hojas. Busca marcos, los textos nuevos tienen el tamaño o la duración que permite el papel; busca medida: producir una huella, algo que no se disuelva en el aire, en el arrebato del éxtasis. En 1933, su última letra era a simple vista ilegible, sistemática y bella, trazos milimétricos, tramas polisémicas, un cifrado real. Parte de su universo estaba allí plasmado, lanzado a una posibilidad para otro futuro lector.
Al respecto de su lapizura un día dijo: “me parecía que así me curaba”. Walser se entregó a esa práctica como quien se entrega a la ingeniería de un mandala, algo sanador. Entre los primeros microgramas de 1925, se descubre la novela El bandido; allí ya lo leemos entrado en su esplendor, o como dijo Giorgio Agamben, en su experimento, el de poner en entredicho la propia condición humana. Y lo que pone en entredicho es el modo de concebir el tiempo y el modo de concebir el espacio. Su prosa se expande a la vez que implosiona: la obra de Walser está colmada de ombligos, al tiempo que fuga hacia el infinito. Los personajes pertenecen a otro mundo, refieren al limbo, responden a otras reglas, son felices, más que felices, viven bajo el desamparo de un Dios que no se ha dejado conocer. Entonces aman, y en esa forma de experimentar el amor se transforman en el mismo objeto que aman. Quizá por eso Walter Benjamin escribió que “son personajes que pasaron por la demencia y por eso siguen siendo de una superficialidad desgarradora, inhumana, imperturbable... nos regocijan e inquietan porque están todos curados.”
Semejante completud rebota gozosa por las páginas a velocidades vertiginosas y es necesario, como lector, dejar caer ciertas organizaciones terrenales para entrar y entregarse a experimentar la obra de Robert Walser. El hombre que quiso dejar la vida inmaculada, lo menos vivida posible, bien sabía que cuando el amor sin destino nos enferma, no habrá palabras que en sus infinitas combinaciones atestigüen que entre la felicidad extrema y el extremo desamparo no hay demasiada diferencia. Así: “¿Qué voy a hacer con los sentimientos sino dejarlos agitarse y morir cual peces en la arena del lenguaje? Acabaré conmigo en cuanto termine de escribir poesía, y eso me alegra.” <





Del libro >
Walser, traductor del limbo
Vanesa Guerra. Editorial Bajo la Luna, 2017
Presentacion el 8 de Setiembre 2017 
en Run Run 19hs
Aguirre 458 CABA Argentina